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miércoles, 17 de febrero de 2016


Imagen en los Jardines de Murillo en Sevilla del autor y su esposa.
Candela, un "charro" en El Rocío
EPÍLOGO: El mantón de manila
Entre beso y beso, entre las caricias que se prodigaban y las miradas, casi eternas, que se echaban, pasaba el tiempo, y apenas hablaban. Mientras una miraba la giralda, él la miraba a ella, mientras el joven admiraba el patio de los reales alcázares, ella lo admiraba a él. A veces, se sorprendían mirándose y se sonreían, como sabiéndose sorprendidos, y así pasaban los ratos, admirando los monumentos de la capital hispalense o admirándose entre ellos.
Cuando ya casi habían abandonado el barrio de Santa Cruz, y se dirigían sin saberlo a unos jardines de los que entonces no conocían su nombre, fue ella, Candela quien le puso al corriente de toda su vida.
No había mucho que contar, sus padres murieron cuando era pequeña, y se crio con su abuelo Julián, quien más que un abuelo ha sido para ella un padre y una madre juntos. La historia de su antecesora, Estrella, así como la hija de ésta, Candela, del mismo nombre que ella, se la había oído a su abuelo, ya cuando era pequeña. Se la sabe prácticamente de memoria, de las veces que la había escuchado. Siempre le da pena la suerte de aquellos amantes.
―Mi abuelo dice que soy igual de hermosa que aquella Candela, de la historia, pero yo creo que exagera, pues no acierto a comprender como iba a saber mi abuelo como era aquella.
―No sé cómo ha podido llegar a hacer esa comparación tu abuelo, ―decía Diego, ― pero ha acertado de pleno, se podía decir que sois dos gotas de agua.
― ¿Y eso, tu como puedes saberlo?
―Lo sé, pero es más, te voy a contar porque lo sé. Hasta ahora no he dicho nada sobre mí, y menos a tu abuelo, pero es hora de que sepas todo. Ven, cariño, vamos a esos jardines que se ven al fondo y allí te contaré todo. ¡Te vas a sorprender!

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