Imagen
en los Jardines de Murillo en Sevilla del autor y su esposa.
Candela, un
"charro" en El Rocío
EPÍLOGO: El mantón de manila
Entre beso y
beso, entre las caricias que se prodigaban y las miradas, casi eternas, que se
echaban, pasaba el tiempo, y apenas hablaban. Mientras una miraba la giralda,
él la miraba a ella, mientras el joven admiraba el patio de los reales
alcázares, ella lo admiraba a él. A veces, se sorprendían mirándose y se
sonreían, como sabiéndose sorprendidos, y así pasaban los ratos, admirando los
monumentos de la capital hispalense o admirándose entre ellos.
Cuando ya casi
habían abandonado el barrio de Santa Cruz, y se dirigían sin saberlo a unos
jardines de los que entonces no conocían su nombre, fue ella, Candela quien le
puso al corriente de toda su vida.
No había mucho
que contar, sus padres murieron cuando era pequeña, y se crio con su abuelo
Julián, quien más que un abuelo ha sido para ella un padre y una madre juntos.
La historia de su antecesora, Estrella, así como la hija de ésta, Candela, del
mismo nombre que ella, se la había oído a su abuelo, ya cuando era pequeña. Se
la sabe prácticamente de memoria, de las veces que la había escuchado. Siempre
le da pena la suerte de aquellos amantes.
―Mi abuelo
dice que soy igual de hermosa que aquella Candela, de la historia, pero yo creo
que exagera, pues no acierto a comprender como iba a saber mi abuelo como era
aquella.
―No sé cómo ha
podido llegar a hacer esa comparación tu abuelo, ―decía Diego, ― pero ha
acertado de pleno, se podía decir que sois dos gotas de agua.
― ¿Y eso, tu
como puedes saberlo?
―Lo sé, pero
es más, te voy a contar porque lo sé. Hasta ahora no he dicho nada sobre mí, y
menos a tu abuelo, pero es hora de que sepas todo. Ven, cariño, vamos a esos
jardines que se ven al fondo y allí te contaré todo. ¡Te vas a sorprender!


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