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jueves, 11 de septiembre de 2014

Lilan Wakan, Libro III de la leyenda de Jhuno
CAPITULO XIX: Hembleciya
―He sabido que hablas el idioma de los dioses―, le dijo la tlatoani a Jhuno cuando lo tuvo delante, a donde había sido llevado por los guardias, por orden de ella misma.
Jhuno antes de contestar, quiso aprovechar la información de la que había tenido conocimiento entre los guardias que lo custodiaban, y quiso jugar la suerte de ser un dios mexica, la suerte de ser Quetzalcóatl, el dios serpiente emplumada.
             ―Claro, los dioses conocemos nuestro lenguaje, ¿cómo si no íbamos a entendernos entre nosotros?, no íbamos a hacerlo en el lenguaje de los hombres. Eso lo reservamos para dirigirnos a vosotros.

Ella Ilancuēitl, tlatoani de Tenochtitlán, casada con Huēhueh Ācamāpīchtli, a su vez tlatoani de Cōlhuahcān, ciudad de la que Tenochtitlán, en aquel tiempo era vasalla, e hija de Ahcolmiztli, señor de Cōhuatlīnchān, era una mujer de gran belleza, que en el fondo de su corazón necesitaba ser amada, más frecuentemente de lo que su esposo lo hacía, y para ello se había fijado en aquel extranjero de aspecto extraño, del que se decía era el mismo dios Quetzalcóatl, y se había fijado en el con las miras de poder amarlo, amar a un dios, y tener un hijo de él. Tener un hijo de Quetzalcóatl sería lo más importante, pero también podía ser lo más placentero, y eso pretendía.
Lo había cuidado, lo había mimado, desde que fuera hecho prisionero, había guardado todas sus pertenencias, y nunca lo había ofendido, todo por indicaciones de ella misma en persona.
―Te parezco bella―, le pregunto directamente a Jhuno.            

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