Daishō de Hayato
La sombra del shōgun
Libro V de la Leyenda de Jhuno
CAPÍTULO VIII: El daishō de Hayato
Cuatro
hombres, según sus vestimentas, rōnin,
aunque bien vestidos, pues ninguno de ellos llevaba el kamon de su señor en sus vestimentas, amenazaban a un hombre en
edad madura, que portaba a sus espaldas un envoltorio de tela, que a Hayato se
le antojó que cubrían, al menos una espada.
Rápidamente,
se posicionó junto al atemorizado hombre, sin desenfundar su katana. Esto hizo
que los cuatro atacantes se echaran a reír. ¿Cómo era posible que un sólo rōnin
se enfrentara a cuatro? Nadie, sería capaz de tal hazaña, pensaban los cuatro.
Nadie excepto el «Gran Hayato», del
que habían oído hablar, pero que nunca habían visto. Además, ellos eran cuatro,
quizás ni ese famoso samurai pudiera lograrlo.
—Estás,
claramente en desventaja, tú eres uno y nosotros cuatro, deja que el viejo, —se
refería al que estaban amenazando en el momento en que Hayato les sorprendió—
nos entregue el daishō que lleva a
sus espaldas. Te prometo que os dejaremos marchar a los dos.
Hayato
comprendió que aquello era una emboscada, una trampa premeditada contra aquel
hombre, pues no había forma de adivinar siquiera, que allí había más de una
espada, y mucho menos un daishō. Los
cuatro rōnin actuaban por cuenta de
alguien, aquello era un crimen y no tenían intención de dejarlos con vida.
— ¿Qué lleváis
ahí, anciano?, — le dijo Hayato al asaltado—.
—Ciertamente
llevo un daishō, aunque ignoro como
lo saben ellos. Es un encargo del shikken, señor Hōjō Takatoki, que me hizo hace ya mucho tiempo.
—Entiendo,
—Hayato se dio cuenta de que estos cuatro rōnin
eran, en realidad samurais, disfrazados de rōnin,
al servicio del shikken Hōjō
Takatoki, pues de otra forma no podían saber lo que llevaba a sus espaldas el
anciano. Estaba claro que querían conseguir el daishō y matar al fabricante—.
—Queréis el daishō, pero además queréis matarle.
¿Qué otra situación era posible si vuestro señor podía haber pagado lo que
encargó? No creo que sea por problemas de dinero.
El que parecía
que llevaba la voz cantante, de aquellos cuatro, se dirigió a Hayato, un tanto
enfurecido.
—Va a morir
él, lo has adivinado, pero también vas a morir tú, como comprenderás, no
podemos dejar testigos, —acto seguido se echó a reír a carcajada limpia, a lo
que le siguieron los otros tres—.
—Me llamo
Hayato, los que moriréis sois vosotros, —dijo con toda la solemnidad de que fue
capaz—.
Ellos se
sorprendieron; un ligero escalofrió se apodero de sus espaldas, una negra nube
cubrió sus almas, una sonrisa paralizada quebró su rostro, era la cara del
miedo, el miedo que comenzaron a sentir al oír el nombre del ahora su
contrincante.
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