La sombra del shōgun
Libro V de la Leyenda de Jhuno
CAPÍTULO XVII: El funeral de Hayato
El incipiente invierno, en aquella isla del norte, Hokkaidō, había contribuido a la conservación de los restos de Hayato,
durante los dos días siguientes a su muerte, mientras bajo la dirección de
Jhuno, los tres habían construido una embarcación, un tanto rara para los
samurais, no para Jhuno, pues se trataba de algo parecido a un kayak, bote suficiente para el destino
que se le iba a dar.
Aquella noche, habían puesto el cuerpo de Hayato, vestido con
sus mejores ropas, entre las que lucía el kamon
de su señor, detalle muy cuidado éste, porque el funeral era el de un samurai,
que había muerto con honor, sobre una pequeña pira de pequeños troncos de
madera, entre mezclados con paja seca que haría que prendiera rápidamente. Una
vez colocado el cuerpo, y tras una última despedida de sus amigos, silenciosa y
emotiva, sin medir palabra alguna, empujaron la embarcación que la corriente
iba poco a poco engullendo mar adentro. En la orilla había una pequeña fogata,
y cuando estuvo a una distancia de unos trescientos metros, Jhuno, prendió la
punta de una flecha, que había preparado con anterioridad para tal cometido,
apuntó hacia el cielo, calculando la trayectoria parabólica del dardo, la
velocidad del viento y la dirección de la embarcación. Soltó la cuerda de aquel
arco largo y la flecha ardiendo cruzó el cielo negro, dejando un destello las
llamas de su parte delantera, para ir a clavarse entre la paja seca, a la que
obligo a prenderse con inusitada rapidez, y está a la madera. Al poco tiempo,
la barca estaba ardiendo, entre las aguas negras y casi heladas que rodeaban a
la isla en aquella noche fría.
Ninguno de los tres, pudo resistirse, todos se adentraron en el
agua, para dar su último adiós a su querido amigo Hayato, se aproximaron un
poco hasta la embarcación ardiendo, y ni siquiera sentían en sus músculos la
baja temperatura del agua en aquella época. Allí delante de ellos, el cuerpo de
un héroe, ardía por los cuatro costados en una barca, construida para eso, y
que lo llevaría al paraíso. Nada más podían hacer, sino llorarle. Sus cuerpos
se iluminaron por la cercanía de las llamas, entre la oscuridad de la noche y
de las aguas.
Los tres sabían que se había ido un gran hombre, un gran
guerrero, quizás el maestro de la espada, al que nunca ningún otro pudiera
siquiera igualar. Pero todos sabían que debían de despedirse de Jhuno, la orden
era tajante, debía abandonar las tierras del imperio, por el mismo lugar en el
que había llegado. La marcha comenzaría al día siguiente, pues el jitō, el señor del castillo, había
accedido a retrasarla unos días para el funeral de Hayato.

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