El cuarto jinete
Libro VII de La Leyenda de Jhuno
CAPITULO XIII: Infortunio de la nobleza francesa
La lluvia de
flechas que lanzaban los arqueros ingleses sobre la caballería francesa, que se
ensartaban en las gualdrapas de los caballos, en las armaduras de los
caballeros, la acción de los hoyos en la tierra, el barrizal en que se había
convertido, el amontonamiento de hombres y caballos abatidos, de una u otra
manera, había transformado la ladera en un amasijo de hombres y caballos
muertos y malheridos, relinchando, con las pezuñas al aire que, no hacían otra
cosa que, herir o desequilibrar a los caballeros que conseguían ponerse de pie,
tras superar su peso, y acomodarse a las irregularidades del terreno.
Muchos
hombres quedaban atrapados en sus sillas, e incluso, los había que fueron
arrastrados por sus monturas, sin poder evitarlo, pero pese a ello, y bajo la
constante lluvia de flechas, caballeros franceses seguían cargando, en las
ordenadas conrois que se tronchaban
en su formación al llegar a este punto.
Las cargas
de caballería se sucedían, pero llegaban con las filas totalmente rotas, y en
menor número de los que la habían iniciado. A punto de llegar a los ingleses,
todavía tenían que enfrentarse a las agudas estacas que se encontraban delante
de ellos. Era en ese momento cuando los caballeros franceses que habían logrado
llegar hasta allí, espoleaban a sus caballos hincándolas hasta sacar sangre de
sus ijares para alcanzar el tan ansiado galope. Se trataba de cargar al unísono
y embestir con lanzas a los ingleses.
Los caballos
de guerra, los destreros, habían sido entrenados para esto. Si, normalmente, el
instinto de un caballo le llevaba a detenerse y a huir ante una fila de hombres
o caballos, los destreros habían sido adiestrados para que siguieran al galope
embistiendo así al enemigo compacto. Una vez embestidos, debían de seguir
moviéndose dando patadas, mordiendo e incluso soltando coces.
Pero
los caballeros del ejército francés que habían soñado con hacer trizas al
enemigo y con masacrar a los aturdidos supervivientes, no habían contado ni con
los arqueros ni con los hoyos.
Los pocos
caballeros que lograban llegar hasta los ingleses, se ensartaban el pecho
contra las estacas y las lanzas inglesas, arrojando al suelo, por delante de
ellos a sus jinetes que, rápidamente eran rematados en el suelo por golpes de
hacha y espadas. El
conde de Northampton, a voz en cuello recordaba a sus hombres que no debían de
hacer prisioneros, tal era la orden del rey.
El
rey de Inglaterra, observaba desde su posición junto al molino, cuyas aspas
replegadas crujían cuando el viento sacudía sus sogas, pudo observar que
algunos caballeros franceses habían atravesado a los arqueros sólo por la
derecha, donde luchaba su hijo. Esa, era la línea que quedaba más cerca de los
franceses y la pendiente era menos empinada.
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