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lunes, 13 de mayo de 2019



El cuarto jinete
Libro VII de La Leyenda de Jhuno
CAPITULO XIII: Infortunio de la nobleza francesa
La lluvia de flechas que lanzaban los arqueros ingleses sobre la caballería francesa, que se ensartaban en las gualdrapas de los caballos, en las armaduras de los caballeros, la acción de los hoyos en la tierra, el barrizal en que se había convertido, el amontonamiento de hombres y caballos abatidos, de una u otra manera, había transformado la ladera en un amasijo de hombres y caballos muertos y malheridos, relinchando, con las pezuñas al aire que, no hacían otra cosa que, herir o desequilibrar a los caballeros que conseguían ponerse de pie, tras superar su peso, y acomodarse a las irregularidades del terreno.
Muchos hombres quedaban atrapados en sus sillas, e incluso, los había que fueron arrastrados por sus monturas, sin poder evitarlo, pero pese a ello, y bajo la constante lluvia de flechas, caballeros franceses seguían cargando, en las ordenadas conrois que se tronchaban en su formación al llegar a este punto.
Las cargas de caballería se sucedían, pero llegaban con las filas totalmente rotas, y en menor número de los que la habían iniciado. A punto de llegar a los ingleses, todavía tenían que enfrentarse a las agudas estacas que se encontraban delante de ellos. Era en ese momento cuando los caballeros franceses que habían logrado llegar hasta allí, espoleaban a sus caballos hincándolas hasta sacar sangre de sus ijares para alcanzar el tan ansiado galope. Se trataba de cargar al unísono y embestir con lanzas a los ingleses.
Los caballos de guerra, los destreros, habían sido entrenados para esto. Si, normalmente, el instinto de un caballo le llevaba a detenerse y a huir ante una fila de hombres o caballos, los destreros habían sido adiestrados para que siguieran al galope embistiendo así al enemigo compacto. Una vez embestidos, debían de seguir moviéndose dando patadas, mordiendo e incluso soltando coces.
Pero los caballeros del ejército francés que habían soñado con hacer trizas al enemigo y con masacrar a los aturdidos supervivientes, no habían contado ni con los arqueros ni con los hoyos.
Los pocos caballeros que lograban llegar hasta los ingleses, se ensartaban el pecho contra las estacas y las lanzas inglesas, arrojando al suelo, por delante de ellos a sus jinetes que, rápidamente eran rematados en el suelo por golpes de hacha y espadas. El conde de Northampton, a voz en cuello recordaba a sus hombres que no debían de hacer prisioneros, tal era la orden del rey.
El rey de Inglaterra, observaba desde su posición junto al molino, cuyas aspas replegadas crujían cuando el viento sacudía sus sogas, pudo observar que algunos caballeros franceses habían atravesado a los arqueros sólo por la derecha, donde luchaba su hijo. Esa, era la línea que quedaba más cerca de los franceses y la pendiente era menos empinada.

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